sábado, 1 de marzo de 2014

El experimento

El experimento era sencillo. En un cubículo de cristal de seguridad de dos por dos metros con pequeños orificios en la parte superior para dejar pasar el aire y los sonidos, se introduciría a una persona para permanecer allí un tiempo determinado. Dentro del habitáculo habría mantas, cojines y almohadas suficientes para garantizar la comodidad del individuo; así como revistas, un cuaderno, lápices, una linterna y víveres para alimentarse durante las 24 horas que dura la investigación. Un equipo médico controlaría la actividad cardíaca y cerebral mediante unos parches colocados en diferentes partes del cuerpo.

Yo fui el primer agraciado para vivir la experiencia. Varón de 38 años, sano y con titulación superior. Hasta ese mismo día no me dijeron donde colocarían el cubo de cristal. El lugar elegido era un pequeño claro en un bosque de hayas. Era un enclave hermoso. A las 10 de la mañana me dejaron solo metido en aquella urna transparente. Golpeé fuertemente las paredes para asegurarme de la fuerza del material. Miré por los todos lo ángulos posibles. Estaba rodeado a altos árboles, el paisaje era frondoso, los matices verdes de las copas cambiaban según le diera el sol y el viento moviera sus hojas. Lástima no haber podido traer un móvil para hacer fotografías. Aunque la temperatura era fresca a esa hora de la mañana, me habían dicho que iba a ser caluroso a mediodía, así que debajo del abrigo me puse una camiseta de manga corta. Me puse cómodo y tras meditar un tiempo mirando a través del cristal, cogí el cuaderno y empecé a dibujar lo que me rodeaba. No era yo un buen dibujante, pero me quedaban muchas horas por delante y más valía que ocupara el tiempo en algo. A veces algún jabalí se acercaba curioso y olfateaba con precaución, aburrido finalmente, se iba. También vi urogallos y gatos monteses recelosos de mi estancia. Arañaban la pared y se iban con sus grandes ojos a otra parte. El manto ocre de la hojarasca del suelo crujía con el soplo del viento o las pisadas de pequeños animales. Así pasó la mayor parte del día, me divertí viendo la fauna local, admiré los colores del otoño y leí algunas páginas de revistas nacionales. Comí algún sandwich, bebí un par de refrescos de cola y abrí una bolsa de patatas fritas. El sol hizo su largo recorrido de punta a punta sacando los distintos brillos de la vegetación y al ocultarse me arrebujé en una manta con olor a naftalina. El tiempo había pasado más o menos rápido, los parches picaban pero no molestaban, y ahora, tras la retirada de la luz solar, es cuando empezaría a nublarse el entendimiento y cuando las agujas del reloj se pararían y cada segundo duraría una eternidad.

No tenía miedo, por supuesto, pero el ocaso había dado paso a la oscuridad y encendía la linterna cada vez que escuchaba un susurro o ruido animal. No quería dormir porque probablemente sería temprano, prefería despertarme al alba, con la luz del día asomando entre los árboles. No podía leer para no gastar la linterna, acabé con la empanada de atún y los donuts de chocolate. Oriné en un recipiente habilitado para ello. Y entonces vi los ojos amarillos de una manada de lobos. Aún sabiendo que nada podían hacerme el corazón me dio un vuelco y la sangre se me subió a la cabeza. Seguro que los parches habían recogido ese detalle, pensé irónicamente. Se acercaron tres de los animales y enseñaron sus feos y afilados colmillos. Los asusté con la linterna y se fueron a  la orilla del claro, donde el resplandor de la luz de la luna los hacía más espeluznantes aún, escondidos entre los troncos cercanos. Los búhos comenzaron a ulular por todas partes. El sonido era atroz, lo que antes me había parecido maravilloso se tornó horrendo. Quise dormir y estuve un rato con los ojos cerrados mientras hacía un esfuerzo por no sentir a mi corazón palpitar de manera absurda. Dormité un par de horas, hasta que "algo" chocó fuertemente contra la pared de mi refugio. Sobresaltado apunté a todos lados con la luz y un oso que me pareció enorme me miraba fijamente. Sus pequeños y negros ojos de animal bobo y lento no se correspondían con la fuerza de sus patas. Dió otro empujón y soltó un gruñido de enfado. Se me secó la garganta. Bebí agua. Seguía seca. El oso dio unos pasos atrás y cogió carrerilla para una nueva embestida. Un grito salió de mi garganta. Era absurdo, no podía hacerme nada. Pero al tercer embate sonó un chasquido. Frágil, pequeño, pero en plena noche lo oí como si fuera un cañozazo. En algún lado tendría que haber una grieta. Si seguía chocando se abriría la caja. Grité a los que me estuvieran oyendo, avisé del peligro, rogué para que vinieran por mi.  Nada me importaba ya el experimento. Quería irme. El oso me miraba y gruñía y los lobos volvieron a aparecer. Rodearon al oso con respeto pero éste les contenstó con un rugir de garganta que me heló la sangre. Se retiraron pero seguían al acecho. El oso les estaba abriendo el camino a su objetivo. Yo. Mi sudor, mi orina, mi bolsa de basura con restos de comida seguramente los haya atraído. Un lobo saltó al techo de la estructura y olfateó dentro. Di golpes para que se fuera. Mi mente estaba desquiciada. Otro lobo subió, el oso los intentaba echar con una garra pero no los alcanzaba. Bajaron por el otro lado y se fueron con su manada, que estaba a unos tres metros, todos mirándome. El  oso rodeó los cuatro lados, tanteaba las paredes, golpeaba. Apunté con la linterna a su cara y se enfadó, arañó el cristal. Se retiró a un árbol cercano y se sentó. Los lobos empezaron a aullar. Los búhos chillaban ya, no ululaban. Y yo sentía cómo el miedo se apoderaba de mi y perdía los estribos. Aquí está el experimento, se estarán poniendo las botas en el laboratorio. Grité y grité. Y empecé a sollozar. ¡Sacadme de aquí! ¡No lo aguanto más! El oso a mis gritos se levantó y corrió con su pesado cuerpo todo lo rápido que pudo hasta volver a chocar con el armazón. El crujido se oyó y la pared izquierda cayó. Asombrado y asustado se echó para atrás y yo me quedé paralizado y sin habla. No podía moverme, no  podía correr, no había huida. El oso entró y olisqueó las mantas, la basura, agarró la comida que quedaba y la engulló. Finalmente me miró a los ojos a la vez que los lobos se acercaban, pero él les volvió a rugir. Ellos aúllaban. Preparaban un ataque. Nadie quería compartir su presa. A lo lejos vi unas luces rápidas. Supuse que eran los científicos que venían a rescatarme en su coche. El oso miró de refilón y yo me moví. ¿Oso o lobos? ¿Oso o lobos? ¿Quién sería menos cruel? ¿Qué podía hacer? Me di la vuelta y nunca lo supe. No llegaron a tiempo. 




2 comentarios:

  1. Me desperté, sobresaltado, emapapado en sudor. A mí lado, en la cama, una revista de National Geographic abierta en la página 23 donde se podía leer en negrita y en letras grandes: "Nunca menosprecies la fuerza del animal salvaje" .

    Ana, me encanta cómo relatas. Un besín.
    Ah, voy a votar ahora mismo. :)

    ResponderEliminar

Te gustará también

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...