domingo, 3 de junio de 2012

Se me impacientan las perdices

Se me están impacientando las perdices, murmuró Luisa mientras bajaba la Cuesta de la Morera camino de la vieja casona. La mañana la había pasado entre ovejas y cabras, cerdos y gallinas. Y ahora sólo pensaba en las perdices. Tanto ser fuerte y una mujer hecha y derecha para tener ésto ahora, menuda vida. Luisa pensaba en voz alta, delgada y de poca estatura, recogía su cabello castaño a diario en una coleta que acababa deshecha a los diez minutos. Siempre vestía vaqueros y una camiseta. Le decía su hermana que era muy poquita cosa por fuera, pero una tormenta con rayos en su interior. Y así era Luisa, eficiente y trabajadora, rápida y colaboradora. No es que tuviera muchos amigos, pero los suficientes para tomarse un vino de vez en cuando en la taberna de Paqui. Y si se lo tenía que tomar sola, se lo tomaba, no tenía complejos ni se andaba con miramientos de lo que decían los demás. Pero las perdices, la tenían loca. No pensaba en otra cosa desde hacía un año. Sus perdices. Las compró en una feria de un pueblo cercano, diez perdices de dos años de edad. Y con ella vivían, esperando su momento. Luisa no sabía cuándo iba a llegar ese momento, pero ya las veía nerviosas, su canto era más agudo, más chillón, y se picoteaban unas y otras. Estaban impacientes. Y no sabía qué hacer, pues ella no veía ningún cambio a la vista. Todo seguía igual, los animales por la mañana, las gachas de avena, el sudor a mediodía, las bromas pesadas de los vecinos, el vinito al anochecer, las tardes de compras, los preparativos para la feria comarcal, las visitas a su madre y hermana...no, no había cambiado nada. Quizá un ligero dolor lumbar que tenía desde hacía dos meses. Pero no tenía tiempo de ir al médico y esperar en la sala para que le mandara medicinas. Ella no se tomaría ni una pastilla. Por eso iba a la vieja casona, a ver al nuevo vecino del que le habían hablado. Paqui había sido muy clara: Tomás te va a aliviar, ya lo verás, llámalo, toma, su número. Y a paso ligero llegó a la puerta del tal Tomás, un hombre de mediana edad con una barba descuidada y gafas de pasta negra. Con una sonrisa de medio lado y la mirada penetrante y curiosa. Y Luisa lo miró y le sonrió. Las compré por él, pensó. En ese mismo momento las perdices gritaron más fuerte que nunca. Por fin, había llegado su hora. 



4 comentarios:

  1. Ana:
    Pobres aves, eran la ofrenda al dios del amor.
    Te recomiendo leer "El casamiento del Laucha" de Payró. Te va a gustar. Ver el link.

    http://www.quedelibros.com/libro/25036/El-casamiento-de-laucha.html

    Buena lectura.
    Hasta la próxima, con un saludo afectuoso.

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  2. No es una indirecta al gobierno ... por lo de marear la perdiz ¿No?

    Saludos
    Mark de Zabaleta

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    Respuestas
    1. En esta ocasión, Mark, no tiene nada que ver con el gobierno. :)

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