Las personas se refugiaban en los portales, en las cafeterías y en las tiendas de la gran avenida. La lluvia era torrencial e incesante, llevaba más de diez minutos cayendo con fuerza en aquella tarde de abril. Algunas parejas reían, grupos de amigos hacían bromas, hombres de chaqueta con maletines hablaban por teléfono con el semblante serio y frustrado. Todos a cobijo mirando con sorpresa y admiración el gran milagro de la lluvia en la ciudad.
Teresa había estado bajo un pequeño y viejo balcón de hierro oxidado hasta que pensó que quería sentir la lluvia. Y salió, empezó a caminar a paso ligero, contando los adoquines, con la cabeza mirando a ratos al suelo, a ratos el cielo, empapándose hasta los huesos. El agua chorreaba por su pelo, se quitó las gafas inútiles, protegió su móvil en su bolso plastificado. Y fue directa al puente, se detuvo a la mitad, mientras los coches con las luces encendidas la miraban y señalaban con el dedo. Qué mas da, pensaba ella, ésto es único, qué sensación más maravillosa. Su gabardina se le pegó al cuerpo convirtiéndose así en su segunda piel. Admiró el cielo gris, los relámpagos a lo lejos, los truenos que se acercaban. Sintió una conexión con el mundo, con el ambiente, con la naturaleza, y se dio cuenta de cómo la gente obviaba esa sensación tan mágica, dejándola pasar. Hubiera querido decirles a todos que se pusieran bajo la lluvia, pero pensó que la tomarían por loca, aunque probablemente ya lo pensaran. No le importaba, porque esa decisión de aventurarse a hacer algo insólito le había dado una felicidad y una paz que no había conocido.
Teresa había estado bajo un pequeño y viejo balcón de hierro oxidado hasta que pensó que quería sentir la lluvia. Y salió, empezó a caminar a paso ligero, contando los adoquines, con la cabeza mirando a ratos al suelo, a ratos el cielo, empapándose hasta los huesos. El agua chorreaba por su pelo, se quitó las gafas inútiles, protegió su móvil en su bolso plastificado. Y fue directa al puente, se detuvo a la mitad, mientras los coches con las luces encendidas la miraban y señalaban con el dedo. Qué mas da, pensaba ella, ésto es único, qué sensación más maravillosa. Su gabardina se le pegó al cuerpo convirtiéndose así en su segunda piel. Admiró el cielo gris, los relámpagos a lo lejos, los truenos que se acercaban. Sintió una conexión con el mundo, con el ambiente, con la naturaleza, y se dio cuenta de cómo la gente obviaba esa sensación tan mágica, dejándola pasar. Hubiera querido decirles a todos que se pusieran bajo la lluvia, pero pensó que la tomarían por loca, aunque probablemente ya lo pensaran. No le importaba, porque esa decisión de aventurarse a hacer algo insólito le había dado una felicidad y una paz que no había conocido.
Pasó un chico corriendo, protegiéndose con un periódico la cabeza, la miró un segundo con extrañeza y siguió corriendo, pero se detuvo al poco, y volvió a pararse junto a ella. Tiró el periódico y miró el horizonte, el río, el cielo. Sin mediar palabra Teresa cogió su mano y la apretó, lo miró a los ojos y sonrió. Tiene los ojos del color de la Coca Cola, pensó ella; él le devolvió la sonrisa.
Sintieron un instante mágico, una unión sin palabras. Pero ella notó de repente una corriente eléctrica interior, un miedo a lo desconocido, a la inmensidad, lo miró extrañada y soltó su mano para irse corriendo.
Se refugió bajo el toldo de una zapatería, desconcertada, y se miró la mano, caliente aún por el contacto con él.
Sintieron un instante mágico, una unión sin palabras. Pero ella notó de repente una corriente eléctrica interior, un miedo a lo desconocido, a la inmensidad, lo miró extrañada y soltó su mano para irse corriendo.
Se refugió bajo el toldo de una zapatería, desconcertada, y se miró la mano, caliente aún por el contacto con él.
Excelente y mágico cuento sobre aquellos que se aventuran más allá de sus posibilidades.
ResponderEliminarEl mundo está lleno de este tipo de audaces a medias, impulsivos que aflojan en cuanto toman conciencia de su desamparo.